Del silencio al asfalto se podría llamar nuestra Ruta de regreso desde la Silent Route hasta Barcelona.

Maestrazgo es una comarca aragonesa, sin embargo, sus confines se confunden con el norte de Valencia, su capital es Cantavieja y parte de su territorio está ocupado por los Monumentos Naturales Grutas de Cristal de Molinos, Nacimiento del Río Pitarque, Órganos de Montoro y el Puente de Fonseca, muchos de ellos fueron recorridos por estas tres rutas de las Silent Route.

Después de dos días inmersos en la quietud majestuosa de la Silent Route, llegó el momento del retorno. El Hotel Las Truchas fue el último refugio antes de emprender el camino de vuelta. Era temprano, el aire muy limpio, y el sol apenas comenzaba a acariciar los relieves del Maestrazgo turolense.

Partimos con calma, dejando atrás esa carretera mítica que serpentea entre montañas y barrancos, cargada de historia y silencio. Al salir de la Silent Route, empezamos a descender hacia una serie de pueblos que nos recordaban la vida sencilla y auténtica del interior de Aragón. Ejulve fue el primero en recibirnos, seguido por La Mata de los Olmos.

La carretera, sin ser especialmente técnica, mantenía su carácter cambiante: largas rectas, curvas suaves, y paisajes que alternaban campos abiertos y pequeñas formaciones montañosas.

Llegamos a Calanda, nos sorprendió con su amplitud y esa atmósfera cargada de historia; no en vano es tierra de tambores y tierra natal de Buñuel. Desde allí, sin prisa pero con rumbo claro, seguimos hacia Alcañiz, donde su castillo corona la ciudad y el tráfico se intensifica por unos minutos y como no su circuito llamado motorlan. Es uno de los pocos puntos en los que se respira cierto ritmo urbano, lo cual convierte su paso en una pausa interesante.

Caspe fue nuestra siguiente referencia. Ciudad amable, de transición, donde hicimos una breve parada en una tienda de Adidas para estirar las piernas y hacer algunas compras. Este descanso, aunque breve, marcó una especie de frontera entre el tramo turolense y el próximo cambio de escenario.

Al dejar atrás Fayón, cruzamos el río Matarraña, y con él, también dejamos atrás Aragón para entrar en Cataluña. Fue como pasar una puerta invisible: el entorno se volvió más verde, las curvas más juguetonas, y la sensación de estar llegando a otra dimensión del viaje se hizo más clara. Poco después decidimos parar en un lugar especial: la Ermita de Santa Magdalena de Berrús. Elevada y solitaria, con vistas al río y rodeada de naturaleza, ofrecía un respiro espiritual y estético. Era uno de esos lugares que no necesitan explicación: simplemente te invitan a mirar, respirar, y continuar.

El Ebro apareció entonces como un compañero de ruta. Desde esa altura hasta Flix, la carretera se convierte en un placer para la conducción. El asfalto bordea el río, las curvas son suaves pero constantes, y la vegetación acompaña sin abrumar. Flix se asienta en un meandro majestuoso, y aunque no nos detuvimos demasiado tan solo para repostar combustible, su silueta al borde del agua quedará grabada como una de las imágenes más bellas del regreso.

Desde allí, el paisaje se volvió más agrícola, más mediterráneo. Olivos, campos secos y pueblos de tejados ocres marcaron nuestro paso por La Granadella, un lugar que parece detenido en el tiempo. Seguimos en dirección a Ulldemolins, donde el horizonte comenzaba a elevarse de nuevo al entrar en las faldas del Parque Natural de la Sierra del Montsant.
Las curvas volvieron a retomar protagonismo, esta vez acompañadas por rocas rojizas y una vegetación más densa. Era un tramo perfecto para disfrutar del entorno, del trazado y del ritmo pausado del viaje.

Tras atravesar Vilanova de Prades, un auténtico balcón natural, llegamos a Espluga de Francolí, donde la historia se esconde bajo tierra, en cuevas prehistóricas y relatos antiguos. Desde ahí, un último tramo nos llevó a El Pla de Santa Maria, donde habíamos decidido hacer la parada para comer.

El restaurante Mas Pla fue una elección acertada. Cocina catalana honesta, generosa, sin pretensiones, pero con el sabor de la tierra. Un buen vino, una sobremesa pausada, y la certeza de que el viaje estaba siendo más que una transición: era parte esencial de la experiencia.

La tarde ya caía cuando volvimos a la carretera. Las sombras se alargaban sobre los viñedos del Penedès, que nos acompañaron buena parte del tramo final. Pasamos por Vilafranca del Penedès, con sus bodegas y casas señoriales hasta llegar a Sant Sadurni de Noia , y finalmente por Gelida, que ya anunciaba la cercanía con Barcelona.
Terminamos la ruta en el área de servicio Porta de Barcelona, ese umbral entre el viaje y la rutina. Nos detuvimos allí por última vez, no por necesidad, para poder despedirnos. Era el lugar perfecto para cerrar el círculo, para mirar hacia atrás y reconocer todo lo vivido: desde las montañas solitarias del Maestrazgo hasta los valles verdes del Ebro, desde los pueblos de piedra hasta las autopistas de regreso.

Habíamos vuelto, sí, pero no del todo. Porque el viaje seguía dentro: en la piel, en las ruedas, en la memoria. Y como todo buen regreso, traía consigo el germen del próximo punto de partida. Que Gracias A MyRoute App te lo hace mas fácil.